Ezequiel tiene un problema tremendo: su nombre, cuando la gente decide abreviarlo, es igual que una letra: la letra “S”. Entonces el diariero le grita sin falta cuando lo ve salir cada domingo a comprar al supermercado: “che, S, se te olvidó pasar a buscar la revista”; la mamá le reclama casi siempre muy enojada por teléfono: “Nunca llamás, S, siempre te tengo que llamar yo”, la chica que lo encuentra divino pero que es demasiado feminista para dejarle pasar alguna le reprocha “S, no seas condescendiente” (reclamo que Ezequiel no entiende porque él no quiere tener condescendencia con ella, sólo quiere tener sexo con ella, feminista o no, sexo, sí, sexo con “S” y ya que estamos aclarando, el único sexo que se le ocurre tener a Ezequiel es con mayúsculas, SEXO, digamos). Pero Eze, a quien para hacerlo más resumido y fácil voy a llamar a partir de ahora y sumándome a la mayoría (perdón, Eze) simplemente S, no sólo tiene problemas. De ninguna manera. S. también tiene sus particularidades que lo hacen infinitamente más emocionante que una simple letra del alfabeto. S. es delgado y blanco, con una de esas blancuras que hoy se asocian a la limpieza de las remeras de las publicidades pero que en las personas deben combatirse decididamente con camas solares que no sólo te dejan un cáncer de piel divino sino que además te dejan un color sospechosamente parecido a una feta de jamón crudo. S. además cuenta con unos ojos profundos y unas cejas tupidas y negras, que sumadas al mismo tiempo y en mirada sostenida hacen que uno se ponga inquieto y divertido al mismo tiempo. Más allá de lo físico (no va a ser fácil, pero lo voy a intentar, lo prometo, S.) S. tiene unas culturas pequeñitas y fascinantes que ya casi nadie tiene y que paso a describir. S. fuma en pipa. Para S. es un ritual magnífico, como lo son por lo general las cosas antiguas; como lo son los muebles anticuados, los libros envejecidos, los vinos añejados, las cartas escritas a mano. S. tiene también otro ritual no muy bien comprendido ni respetado por la mayoría y a veces hasta temido: S. se permite hacer silencio, que no es igual que guardar silencio, no, S. no guarda el silencio en ningún sitio; no lo conserva en cajones, ni lo esconde en los bolsillos, ni lo resguarda en un banco. Tampoco lo justifica de manera alguna. A S. no le interesa forzar al silencio a ser algo que no es, como discurso, por ejemplo. Y la cuestión es que S. es capaz de callarse sin sentir culpa ni indiferencia; S. sabe que el que calla no otorga nada; ni la razón, ni el sentido, ni la discusión. S. tiene bien claro que el silencio es eso: silencio, y que el que sabe no decir nada un rato, sólo hace silencio y sanseacabó. Y la gente en su mayoría (que es la peor clase de gente que uno puede encontrar, la que está en mayoría) le tiene miedo a tan curioso ritual; la gente se siente incómoda, inadecuada, amputada, amenazada, avergonzada, ante el silencio que S. es capaz de producir. Pero no sólo el silencio, a S. también le gustan las palabras y vaya si le gustan. S. escribe historias de amor pero sobre todo de erotismo, aunque para ser honestos, amor y erotismo son casi siempre la misma cosa. S. garabatea y exhibe amantes sin vergüenza en cuentos encendidos porque S. (que a esta altura todos convenimos que es bastante audaz y singular) no tiene miedo de escribir sobre y a través del erotismo, no lo atemoriza el regodearse en él, el recrearlo, el salirle al encuentro y abrazarlo y ofrecerlo en cada capítulo terminado. Pero, a mi entender, la más hermosa y curiosa de las tradiciones que detenta S. es que su capacidad creativa no sólo le permite inventar silencios (y para inventar silencios hay que ser creativo) y erotismos que ponen colorado a cualquiera, sino que S. además hace aparecer palabras de la nada. S. improvisa palabras de manera insurrecta, revoltosa, descarada, es un provocador que haría rasgarse las vestiduras al más idiota de los fundamentalistas de la ortografía, esos que son capaces de inmolarse ante una frase gramaticalmente mal armada. S. provoca con las siguientes elucubraciones: cuando quiere decir “obviamente”, prefiere soltar un “masvalemente” o “talcualmente”; cuando quiere expresar “te espero, andá, yo sigo acá” (o algo casi casi así, perdón, S., si te traduje mal) prefiere un “aguardando espero”, o cuando intenta describir a alguien con elegancia o fineza, elige decir que esa persona tiene “finatitud”. En definitiva y para ir cerrando este retrato sobre un hombre y su personalidad que excede ampliamente todas las letras del alfabeto, S. es provocador por momentos, tradicional cuando quiere, silencioso a veces, pero también discordante y es que ¡ah!, casi me olvido, S. es uno de esos hombres contradictorios que creen que si bien besar en público “no es correcto” (y lo dice alzando la mano como si apartase a alguien que quiere besarlo, abrazarlo o hacerle algo peor, como amarlo), la sensualidad sí es más que correcta y pública. Para S. el beso es íntimo, la sensual osadía es pública. Y un hombre que tiene tantas singularidades que van y vienen y a veces distraen y confunden y se enciman y se contradicen, estoy convencida de que siempre y fielmente hasta la muerte, hay que aceptar /escuchar/leer/no-besar-en-público. Al final de cuentas hay que mirarlo fijamente y escucharlo tal y como es porque alguien que se anima a tener rituales, que hace silencio cuando le viene en gana, que se relame ante las historias que se asoman al sexo sin pudor y que inventa su propio decir, merece toda la atención que le podamos dedicar, me parece. Digo, humildemente (pero no sin absoluta convicción).