sábado, 22 de octubre de 2011

Val, el nieto de Senetiner y yo

La desesperación puede llevarnos a hacer cosas arriesgadas, irresponsables, heroicas. Estábamos Val, un buen vino y yo enjaulados en su departamento monoambiental de Recoleta, una noche de intercambio amistoso y bostezos de gato (de su gato Bill, para ser más exacta). Val preparaba unos fideos muy prometedores mientras yo pellizcaba unas aceitunas verdes con unos escarbadientes y bajaba al gato todo el tiempo de arriba de la mesa, retándolo con el dedo índice en alto, pero de nada valía el esfuerzo; al minuto estaba subido de nuevo, tal es su enamoramiento por las aceitunas. Cuando vino el momento crucial de abrir el malbec que yo muy minuciosamente había elegido en el supermercado coreano junto con el postre (aunque del postre nadie habla, después de todo, como se adivinará a esta altura, el protagonista es el vino), el sacacorchos de Val, comprado por la módica suma de no-me-acuerdo-cuánto-pero-por-su-desempeño-no-habría-sido-mucho, se negaba a las claras a abrir la botella. Pero no, no podía ser, no nos iba a vencer un pedacito de madera degradada. Lo intenté yo primero, y el corcho no se movió ni un tanto. Lo intentó Val, de nuevo sin éxito, y así estuvimos un rato largo, entre suspiros de fracaso y cansancio e insultos al corcho-este-que-no-se-mueve-y-la-recalcada. Yo la miraba a Val, Val miraba me miraba a mí, yo lo miraba a Bill, como si sus bigotes de gato casi montés pudieran ayudar a mover el maldito corcho que nos separaba del adorable, pelirrojo, nieto de Senetiner. Cuando los fideos estuvieron listos y era innegable la necesidad de un hombre fuerte y diestro que nos socorriera con el terrible drama de la botella, Val apagó el fuego y ella, el vino y yo bajamos los ocho pisos del edificio, porque, oh, sorpresa, el ascensor bendito no andaba. No encontramos al encargado, después de todo era domingo y como a beodas no nos gana nadie, caminamos, así, como si tal cosa, botella en mano, hasta la pizzería de enfrente. Pero como el destino es muy simpático, nosotras, que buscábamos un corpulento hombre-sacacorchos, encontramos una solución muy femenina y muy rubia en la barra de la pizzería. Sí, mientras los hombres a los que les pedimos asistencia nos miraban como si hubiéramos preguntado cuál es la capital de Pakistán, la blonda y engañosamente delicada empleada destapó la botella sin mucho esfuerzo y con mucha destreza. Le dimos las gracias a la rubia y nos retiramos sonrientes y lanzando miradas como relámpagos de reproche a los muchachos que de seguro no saben cuál es la capital de Pakistán. Subimos los terribles ocho pisos al departamento pero no nos importó, estábamos contentas con un pelirrojo de más y unos cuántos prejuicios menos.

1 comentario:

  1. Entre tanto feminismo y machismo, ya me olvidé por qué estamos peleando, si en realidad sólo quiero debatir el sobre el encanto de tu boca.

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