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sábado, 19 de noviembre de 2011

Dos intelectuales

Intelectual 1: -No impostar, está claro. No necesitamos la pose.
Intelectual 2: -El que ostenta saber es medio tilingo, además, convengamos. Che, el cortado un poco fuerte, ¿no?
Intelectual 1: -Sí, pero la medialunas son buenísimas siempre.
Intelectual 2: -Con los libros que tienen, si nos dieran pan duro iríamos igual, escucháme.
Intelectual 1: -Las medialunas, me hicieron acordar al cuento ese de Bukowski, ¿Cómo se llamaba?
Intelectual 2: -Ni idea.
Intelectual 1: -Saber pero estar con los pies en la tierra, eso.
Intelectual 2: -Es como dice Ford, eso del rol del intelectual…
Intelectual 1: -Antes lo dijo Gramsci, eh.
Intelectual 2: -Ford leyó a Gramsci. Lo que importa es lo que decimos, esto de evitar “la retórica de papers”, ser orgánico, funcional.
Intelectual 1: - Ni hablar. ¿Viste esos snobs de la librería? Les decís “corréte” y no se corren. ¿No podés leer y hacerte el afectado y correrte del pasillo al mismo tiempo?
Intelectual 2: -Ridículos.
Intelectual 1: -Sí, necesitan demostrar, parecer pensantes, con el ceño fruncido. Eso no lo queremos.
Intelectual 2: -No, no lo queremos. La librería de Ezequiel queda para allá.
Intelectual 1: -¿El último de Casas, dijiste? Maravilloso, una profundidad… Sensible. Eso.
Intelectual 2: -Pero sin impostar. Ahora está de moda Casas.
Intelectual 1: -Nosotros lo leíamos antes de que estuviera de moda.
Intelectual 2: -A Casas lo queremos. Eso hay que hacer, lo que hace él.
Intelectual 1: -Pensar, escribir, sin snobear.
Intelectual 2: -Qué genial Casas. Peronistas, intelectuales peronistas. Como Durand, como Raimondi. Como Casas.
Intelectual 1: -Vitagliano.
Intelectual 2: -Eso.


Un colectivo que pasa y los atropella en la esquina de Honduras y Cabrera. Los intelectuales comprometidos con la realidad no hicieron a tiempo de mirar a la izquierda ante de cruzar.

sábado, 22 de octubre de 2011

Y un día junté mis cosas y me fui, nomás

Uno de esos días en los que pareciera que no pasa nada pero pasa todo, tanto pasa que mi noviazgo ¡zas! se terminó y se sumaron los días: uno, dos, tres, y así y casi sin darme cuenta una tarde cuando estaba a punto de comprarme una remera con la leyenda “Soy Sola”, me dije a mí misma: “misma, no hiciste ningún balance”. ¿Balance?, ¿Qué balance? Porque uno hace balances cuando lo cita la AFIP, ¿no? Y como yo no tengo un centavo no creo haber hecho nunca un balance de nada (y siempre critiqué a los que balancean en Navidad y Año Nuevo, como si comer hasta reventar y llorar borracho después fuera balanceador). No obstante mi pasado crítico con los balances me levanté el lunes temprano, fui a la Oficina de Balances (ODB) y saqué número. Después de esperar y esperar y, ah, sí, seguir esperando, con la gente de la fila quejándose y resoplando y una señora muy molesta diciendo: “Pero qué terrible la burocracia, Marta, esto antes no pasaba, sólo con este gobierno y bla bla bla” (los bla bla bla los agregué yo, ya no la escuchaba a la señora, pobre, pero era insufrible). Cuando el empleado al final gritó mi nombre di un salto y casi trotando como un caballo me acerqué y le dije: “Hola, ¿Qué tal?, yo en realidad no sé…”, “¿Cuánto tiempo?”, me devolvió rápidamente sin dejar de mirar su monitor. “¿Cuánto tiempo qué?”, le respondí. “¿Cuánto tiempo de relación?”, me ladró sin paciencia y siempre mirando hacia adelante. “Eh… tres años”, le murmuré y él siguió a toda velocidad con su cara de abulia y sin mirarme ni un poquito, tipeando sin cesar con la vista que iba y venía por el monitor como buscando algo muy importante que se le hubiera perdido, como las llaves o la billetera o la dignidad. “Deudas, muchas deudas, un tostador de 1992, un secador de pelo violeta y “Fahrenheit 451”, el libro, eh, no la película”, me enumeró como las poquitas y chiquitas cosas que me quedaban de la relación. Traté de asomarme para ver en la pantalla el abismo que me estaba describiendo y le solté un: “No, fíjese bien, tiene que haber algo más”, “Sí”, dijo, “la “Colección Inmaculada” de Madonna y un rechazo crónico a la convivencia”. “¿El gato no?”, le pregunté casi al borde de las lágrimas, “mire, a él ni siquiera le gustaba la idea de tener mascota y se terminó encariñando más que yo, se llama Ronin, como el personaje de Robert De Niro en la película…” no terminé de decir la frase cuando me detuvo con su mirada fulminante, me miraba sin pestañar, sin piedad alguna, como quien mira un insecto. “Esta es la Oficina De Balances, no de reclamos, el gato se queda” sentenció el muy burócrata (y “burócrata” lo uso como un insulto, creo que el peor que se me ocurre) y antes que pudiera contestarle, me gritó ensordecedoramente en la cara: “¡Siguiente!”. Me arrastré lentamente hasta la vereda, con la entereza que me quedaba que no era mucha, me enredé en el cuello mi bufanda azul, la que mi ex me regaló y encaré para el local de remeras.

Val, el nieto de Senetiner y yo

La desesperación puede llevarnos a hacer cosas arriesgadas, irresponsables, heroicas. Estábamos Val, un buen vino y yo enjaulados en su departamento monoambiental de Recoleta, una noche de intercambio amistoso y bostezos de gato (de su gato Bill, para ser más exacta). Val preparaba unos fideos muy prometedores mientras yo pellizcaba unas aceitunas verdes con unos escarbadientes y bajaba al gato todo el tiempo de arriba de la mesa, retándolo con el dedo índice en alto, pero de nada valía el esfuerzo; al minuto estaba subido de nuevo, tal es su enamoramiento por las aceitunas. Cuando vino el momento crucial de abrir el malbec que yo muy minuciosamente había elegido en el supermercado coreano junto con el postre (aunque del postre nadie habla, después de todo, como se adivinará a esta altura, el protagonista es el vino), el sacacorchos de Val, comprado por la módica suma de no-me-acuerdo-cuánto-pero-por-su-desempeño-no-habría-sido-mucho, se negaba a las claras a abrir la botella. Pero no, no podía ser, no nos iba a vencer un pedacito de madera degradada. Lo intenté yo primero, y el corcho no se movió ni un tanto. Lo intentó Val, de nuevo sin éxito, y así estuvimos un rato largo, entre suspiros de fracaso y cansancio e insultos al corcho-este-que-no-se-mueve-y-la-recalcada. Yo la miraba a Val, Val miraba me miraba a mí, yo lo miraba a Bill, como si sus bigotes de gato casi montés pudieran ayudar a mover el maldito corcho que nos separaba del adorable, pelirrojo, nieto de Senetiner. Cuando los fideos estuvieron listos y era innegable la necesidad de un hombre fuerte y diestro que nos socorriera con el terrible drama de la botella, Val apagó el fuego y ella, el vino y yo bajamos los ocho pisos del edificio, porque, oh, sorpresa, el ascensor bendito no andaba. No encontramos al encargado, después de todo era domingo y como a beodas no nos gana nadie, caminamos, así, como si tal cosa, botella en mano, hasta la pizzería de enfrente. Pero como el destino es muy simpático, nosotras, que buscábamos un corpulento hombre-sacacorchos, encontramos una solución muy femenina y muy rubia en la barra de la pizzería. Sí, mientras los hombres a los que les pedimos asistencia nos miraban como si hubiéramos preguntado cuál es la capital de Pakistán, la blonda y engañosamente delicada empleada destapó la botella sin mucho esfuerzo y con mucha destreza. Le dimos las gracias a la rubia y nos retiramos sonrientes y lanzando miradas como relámpagos de reproche a los muchachos que de seguro no saben cuál es la capital de Pakistán. Subimos los terribles ocho pisos al departamento pero no nos importó, estábamos contentas con un pelirrojo de más y unos cuántos prejuicios menos.

Zapato blanco, zapato rojo

Una amiga hermosa, de esas que caminan por la calle como si tal cosa sin darse cuenta el revuelo que arman con sólo pasar, tuvo un día un altercado matinal. Es que resulta que mi amiga que es hermosa pero bastante distraída (que no son cosas excluyentes pero algún defecto tenía que tener para compensar ¿verdad?) salió un día de su casa un tanto polémica. Se levantó como todos los días esa mañana para ir a trabajar, se duchó, se cambió, peinó su flequillo con su diminuto peine (a mi amiga los peines diminutos le vienen al pelo, valga la redundancia, porque sus carteritas son bien chiquitas y delicadas como ella) y cuando llegó el momento crucial de elegir los zapatos, pensó: "Mejor los blancos, me hacen más elegante", "Mmm... No, mejor los rojos, me hacen más llamativa", dudó. Dudó y siguió dudando un rato y realmente lo intentó; los miró, se los probó, una, dos, tres veces, se miró en el espejo y de vuelta todo a empezar hasta que se dio cuenta de que no podía decidir cuáles le convenían más. Los blancos eran más elegantes, la hacían verse más esbelta, los rojos eran más atrevidos, la hacían verse más sensual. Y como no quería llegar tarde al trabajo y explicar el por qué  del drama de los zapatos que de todas formas nadie iba a  creerle, pero sobre todas las cosas, ambos pares le calzaban tan bien tuvo la loca idea de salir de su casa sin decidir. ¿Quién dice que hay que decidirlo todo?, ¿Por qué tomar una decisión tan vital a tan infrahumanas horas de la mañana? Mi valiente amiga caminó valientemente por la avenida con un zapato de cada color y con el otro de cada par en la cartera. Como ambos zapatos eran de la misma altura estaba cómoda, divina, aunque un tanto confundida todavía. La gente volteaba para mirarla, pero era tan linda que se olvidaban rápidamente del asunto de los zapatos y terminaban por admirar su rubio cabello. Se frenaba en cada esquina a contemplarse el flequillo y los zapatos, y seguía sin decidirse todavía. "No puedo llegar al trabajo con un zapato de cada color",  pensó prudentemente. Entonces, cuando subió al colectivo y pudo sentarse, cerró los ojos y se sacó el blanco. Lo puso en la cartera con el otro de su par y se calzó el rojo que le faltaba en el pie. Miró inocentemente arriba, se encogió de hombros y pensó: "A la vuelta me pongo los blancos".