Una amiga hermosa, de esas que caminan por la calle como si tal cosa sin darse cuenta el revuelo que arman con sólo pasar, tuvo un día un altercado matinal. Es que resulta que mi amiga que es hermosa pero bastante distraída (que no son cosas excluyentes pero algún defecto tenía que tener para compensar ¿verdad?) salió un día de su casa un tanto polémica. Se levantó como todos los días esa mañana para ir a trabajar, se duchó, se cambió, peinó su flequillo con su diminuto peine (a mi amiga los peines diminutos le vienen al pelo, valga la redundancia, porque sus carteritas son bien chiquitas y delicadas como ella) y cuando llegó el momento crucial de elegir los zapatos, pensó: "Mejor los blancos, me hacen más elegante", "Mmm... No, mejor los rojos, me hacen más llamativa", dudó. Dudó y siguió dudando un rato y realmente lo intentó; los miró, se los probó, una, dos, tres veces, se miró en el espejo y de vuelta todo a empezar hasta que se dio cuenta de que no podía decidir cuáles le convenían más. Los blancos eran más elegantes, la hacían verse más esbelta, los rojos eran más atrevidos, la hacían verse más sensual. Y como no quería llegar tarde al trabajo y explicar el por qué del drama de los zapatos que de todas formas nadie iba a creerle, pero sobre todas las cosas, ambos pares le calzaban tan bien tuvo la loca idea de salir de su casa sin decidir. ¿Quién dice que hay que decidirlo todo?, ¿Por qué tomar una decisión tan vital a tan infrahumanas horas de la mañana? Mi valiente amiga caminó valientemente por la avenida con un zapato de cada color y con el otro de cada par en la cartera. Como ambos zapatos eran de la misma altura estaba cómoda, divina, aunque un tanto confundida todavía. La gente volteaba para mirarla, pero era tan linda que se olvidaban rápidamente del asunto de los zapatos y terminaban por admirar su rubio cabello. Se frenaba en cada esquina a contemplarse el flequillo y los zapatos, y seguía sin decidirse todavía. "No puedo llegar al trabajo con un zapato de cada color", pensó prudentemente. Entonces, cuando subió al colectivo y pudo sentarse, cerró los ojos y se sacó el blanco. Lo puso en la cartera con el otro de su par y se calzó el rojo que le faltaba en el pie. Miró inocentemente arriba, se encogió de hombros y pensó: "A la vuelta me pongo los blancos".
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