sábado, 22 de octubre de 2011

Decidiste prestar un libro

Decidiste prestar un libro y lo que se suponía era un gesto amigable y de intercambio literario resultó para vos, increíblemente, un aquelarre de dudas, angustia y ansiedad. Porque ni bien decidiste comentarle a ciertos amigos (y nótese que lo escribo irónicamente porque ellos se decidieron no por ser amigos reales sino  saboteadores disfrazados de amigos reales) que ese, tu libro inconseguible de David Foster Wallace “Entrevistas breves con hombres repulsivos” fue el elegido para el préstamo, deviene la hecatombe. Que a quién será prestado, que si lo conocés lo suficiente, que todos sabemos que discos y libros nunca vuelven y se tornan trofeo de guerra de los que fueron antes amigos y ahora son esos-infelices-que-me-deben-el-disco-de-tal-banda-o-el-libro-de-tal-escritor. Y sí, es cierto, pero confiaste y seguís confiando en tu instinto que te salvó el pellejo de más de un hombre (lobo) alguna vez y que te indica de manera casi sorda pero precisa que ese libro no será robado. Que hay que confiar y ya. Pero ese argumento no les alcanza a tus amigos y te encontrás mintiéndoles por teléfono o chat, insistiendo y jurando que conocés tan bien al amigo al que le prestarás el libro que es casi tu hermano. Y ya es bien triste y angustiante encontrarte mintiéndoles a ciertos amigos que creen que te cuidan a vos y a tus posesiones como si fueran tu madre, ya te sentís tanto una estúpida adolescente que no sabe mentir bien, ya de por sí esta situación es lo bastante estresante pero, ah, aparentemente no puede sino empeorar. Porque cuando tus amigos se enteran de que el amigo-lector en cuestión nunca, pero que nunca leyó a DFW , sobrevienen otra serie de objeciones igualmente cansadoras y castradoras que las anteriormente mencionadas acerca del libro elegido por vos por diversos motivos que sería muy largo y extenuante de explicar. Uno de tus amigos argumenta que "Entrevistas..." es demasiado “neurótico” para un no iniciado en DFW y que mejor “La niña de pelo raro” o “Hablemos de langostas”. Tu otro amigo que parece empeñado en superarlo en exageración y catastrofismo decide que no sólo es demasiado “neurótico” ese libro para conocer al autor en cuestión sino que es como, y cito: “si lo invitaras a una fiesta y le rompieras una botella en la cabeza apenas pasa la puerta”. Es entonces que tu ansiedad se dispara a niveles inhumanos al descubrir que no sólo no estás prestando un libro en un gesto de fraternidad lúdica sino que además estás (metafóricamente hablando) intentando atentar contra la vida de alguien que sólo quería leer un libro. Y como ya dije, esto no puede sino seguir en espiral descendente y resulta que vos (que con tu neurosis podrías ganar una olimpiada de patologías psiquiátricas) entendés rápido que tu intento por difundir la palabra (sí, eso, como un apóstol devoto de David Foster Wallace) de tan talentoso escritor no sólo será un fracaso sino que debido a tu pobreza de juicio sobre qué libro es el adecuado para adentrarse en las profundidades wallacianas estás creando un detractor. Sí, tus amigos te alertan de la necesidad de cambiar de libro porque es "demasiado", es "muy" difícil, porque seguro que no le va a gustar y encima capaz ni te lo devuelve en un gesto mezquino y vengativo. Y cuando ya no sabés qué hacer ni por qué y la indecisión y la ansiedad es tal que lo único que tratás es de mantener la entereza para no terminar respirando en una bolsa de papel en un ataque de hiperventilación, la poca energía que te queda te permite resolver que sin importar qué libro vayas a prestarle a tu amigo interesado en David Foster Wallace, que sin contar si el libro vuelve o no o si lo termina amando u odiando de forma acérrima, lo que sí está claro es que nunca jamás en la perra vida y bajo ningún concepto vas a volver a comentar qué decidiste hacer con tus malditos libros. 

Los del segundo

Había que odiar a los del segundo. Era inevitable, era necesario. Los del segundo llegaban todos los días a la oficina que compartíamos con sus rollers, sus skates, sus ropas de colores y sus pelos despeinados. Se subían con nosotros (los del quinto) al ascensor y uno podía ver que estaban vestidos como si fuera domingo; con sus camisas de cuadros, sus calzas, sus jeans y cadenas, sus zapatillas, sus anteojos de sol. Y es que aparentemente se dedicaban a hacer videojuegos para celulares o algo así, moderno y caótico. A veces los cruzábamos en la hora del almuerzo en la plaza frente al trabajo, en Puerto Madero. Los veíamos reírse e ir y venir en sus skates y sus monopatines; daban vueltas, giraban, hacían piruetas. Una vez los vimos con unos artefactos que se parecían a trampolines, como monopatines para dar saltos; los vimos saltar como conejos en la pradera, turnarse para usar los artefactos, gritar y chillar. Los odiábamos, no podíamos no hacerlo. Hasta tenían su propio patio interno, el único del edificio de siete pisos de oficinas y desde nuestro comedor los podíamos ver almorzando al aire libre todos sentados juntos como una gran familia feliz. Hasta se rumoreaba que dentro de su piso podían fumar. Se rumoreaba que podían hacer lo que quisieran. Que podían hacerlo todo. Los odiábamos, cómo no odiarlos. Nosotros nos arrastrábamos con nuestras ropas de vestir y nuestros cabellos perfectamente en orden a las nueve de la mañana con cara de sueño y saludando sin mucha convicción y ellos venían a trabajar felices y relajados como si fueran al Parque de la Costa. Nosotros sólo podíamos aspirar a ir a fumar abajo a la vereda y ellos tenían su propio fumadero, su propio patio con mesas y bancos y palmeras y todo. Nosotros nos apurábamos por los pasillos, teníamos auditorias cada tres meses por el cambio de gerencia; especulábamos las consecuencias de las auditorias, qué cabeza iba a rodar esta vez, complotábamos en los baños, intercambiábamos secretos en la cocina. Ellos llegaban en sus rollers con jeans y zapatillas y sin ninguna auditoria que los esperara (aparentemente no existen las auditorias para videojuegos, sólo se juegan y ya). Era necesario odiarlos, es lo que cualquiera haría. Una vez con mi compañera Marcela nos bajamos a propósito en el segundo a la hora del almuerzo y tratamos de espiarlos a través de la puerta de vidrio pero no llegamos a ver demasiado porque nos asustamos cuando el ascensor hizo un ruido y mientras ellos, los del segundo, bajaban, nos metimos en el ascensor con la cabeza baja, susurrando un “permiso” y  llenas de vergüenza por ser descubiertas. Esperamos a que la puerta se cerrara para mirarnos con Marcela, suspirar y decir: “son insoportables”.

Horas puente: en lo límites del desenfreno

El narrador y ensayista uruguayo Ercole Lissardi nos tiene bastante acostumbrados a la polémica y sensualidad de sus novelas o cuentos. Lissardi se adentró en los laberintos de la literatura erótica y abrió su obra literaria con sus relatos “Calientes” (1995), siguió con su “trilogía de la infidelidad” y luego con el “díptico fálico” y supo hacerse célebre por lo preciso y honesto de su prosa. También por la transgresión a la hora de entrecruzar géneros. El libro “Horas-puente” es el segundo de su “trilogía de la infidelidad”, fue escrito en 2007 y es el más romántico de la trilogía. A diferencia de su predecesor, “Los secretos de Romina Lucas” (2007), que zigzaguea entre lo erótico y lo policial y del que le siguió, “Ulisa” (2008), donde Lissardi se permitió jugar con el realismo mágico y lo onírico, en “Horas-puente” existe una marcada inclinación hacia la literatura romántica. La novela narra la historia de dos profesores de secundario, Irina y Andrés, cuyas vidas se desarrollan en forma paralela pero que terminan cruzándose y enredándose gracias al sexo. Lissardi sabe muy bien cómo construir una narración especular que define a los personajes opuestos y que en el devenir del relato encuentran su reflejo en el deseo del otro. El deseo es el tema que le interesa abordar a Lissardi y lo hace de manera honesta y decidida porque tiene bien claro que la notoria hipocresía desautoriza. El deseo, eso que está en los límites de lo cultural y lo animal, es lo que define y muestra los pliegues confusos de los personajes y sus biografías. La ansiedad, la infidelidad, la soledad, son algunos de los temas secundarios de su libro que, sin soltarle nunca la mano al humor socarrón que atraviesa toda la obra de Lissardi, pone en el centro de la escena un entramado de infidelidades y secretos bien (o mal) escondidos. La novela también juega con la muerte y la traición y termina acorralando al lector que es impulsado a preguntarse “¿Y si…?”. Al autor le gusta caminar en la cornisa, su literatura es muy romántica para ser totalmente erótica, muy erótica para ser romántica, es un constante ir y venir entre los límites de los géneros. El lenguaje es duro, explícito, ahí radica la originalidad de este autor que fue acusado más de una vez de fingir romanticismo donde solo habría pornografía. Es que Lissardi pareciera convencido de que no sólo es posible el erotismo a través de un romanticismo que lo justifique y más aún, pareciera creer que sólo es posible crear paraísos sexuales creíbles a través de la crudeza de lo discursivo. Y sus personajes, esas criaturas que son una y otra vez atravesadas por lo libidinal, no obstante, no son ni buenos ni malos, ni santos ni pecadores. En el universo de Lissardi no existe lugar para la prostituta ni el desgraciado, sólo lo habitan personas que tratan de vérselas con lo visceral de sus impulsos y que como los lectores de su obra tratan de caminar derecho en medio de un vendaval que todo lo vuela. Personajes que sobre todas las cosas (y eso es lo que importa) intentarán con todas sus fuerzas rascarse justo ahí donde les pica.

Hablemos de Wallace

David Foster Wallace fue un líder indiscutido de la nueva literatura americana. Y digo fue, porque se ahorcó en septiembre del 2008 y digo americano y no moderno -o el inquietante costumbrista, palabra de moda si las hay aunque nadie sepa bien qué carancho quiere decir sin tartamudear- porque Wallace escribía, sobre todas las cosas y ante todo, acerca de los americanos. En su libro “Hablemos de langostas” que consiste en una serie de sus mejores artículos publicados en diversas revistas pero sobre todo en la Rolling Stone, Wallace reseña con una increíble eficiencia y una magnifica complejidad por ejemplo, los premios anuales de la industria porno de Los Ángeles con sus estrellas de brillantina: improbable, bizarra, interesante. Wallace también es capaz en su libro de profundizar de manera disparatada y sarcástica sobre el uso decoroso o permitido de las contracciones, las preposiciones y demás reglas gramaticales del habla inglesa y la consecuente lucha casi armada entre lingüistas normativistas y descriptivistas en torno a ciertas modificaciones en el lenguaje. Wallace puede, también, con su particular manera de describir y documentar, darnos todos los detalles del excéntrico y vistoso festival anual sagrado de la langosta de la ciudad de Maine. Su libro es maravilloso, es exquisito, debiera ser una biblia para los que quieran dedicarse al periodismo y quieran saber, empaparse, ensuciarse para conseguir la difícil tarea de escribir bien una crónica o un ensayo; para aquellos que se resisten a caer en la desgracia de repetir fórmulas de diarios mal escritos que mejor ni mencionar. Wallace con su libro demostró sobradamente (aunque su interés no estaba puesto en demostrar nada, le bastaba con hacer su trabajo: escribir) las múltiples entradas que algo bien escrito puede abrirle al lector; el suyo es un libro de miradas, de sonrisas, de verdades relativas. En mi capítulo favorito, llamado Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he molestado bastante consigue explicar los frustrantes debates en los que se ve enredado (a veces involuntariamente) con sus alumnos universitarios estudiantes de literatura; trata de dar cuenta de lo difícil que es para un alumno que espera que el profesor le vomite fórmulas, entender un humor visceral, irónico, paródico como el de Kafka. Trata de dar cuenta de que la crítica mordaz no se puede aprehender, agarrar, como si fuera un lápiz o un diccionario. Este tipo de humor es el que le acarrea tantos problemas a sus estudiantes de literatura inglesa, tan impermeables a la retórica, tan racionalistas, tan… tercamente americanos. Y así lo resume muy bien Wallace al final del capitulo: “Es difícil de explicar en palabras cuando uno está frente a la pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no “capten” a Kafka. Se les puede pedir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación total por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre… y se abre hacia fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das ist komisch (Eso es cómico)”. 

Eva Spector

En mi clase de Políticas y Planificación (una de esas materias soporíferas de mi carrera de comunicación que analiza  las leyes, decretos, desgraciados que dictan decretos y burócratas ignorantes que aprueban leyes más desgraciadas todavía) hay una mujer, de unos 40 años, que es una superheroína. Yo sé que suena raro, pero es la verdad. Bueno, bueno, quizás no es La Verdad, pero estoy muy segura de que Eva Spector (así se llama) pertenece a una Liga de la Justicia o a un Club de los Luchadores de la Luz (¿Ese no era un libro de Cohelo, “El Club de los luchadores de la Luz”? que no es lo mismo que la escuelita de fútbol de los empleados de Edenor, eh, nada que ver). En fin, decía, que Eva Spector es una superheroína. Tiene que serlo, yo lo creo firmemente porque no falta nunca pero nunca, ni cuando llueve o hace mucho calor o mucho frío o mucho aburrimiento para soportar semejante materia tediosa. No, ella, en esos momentos dificilísimos no falta, viene estoica y puntualmente, se sienta en su lugar y se dispone a escuchar como si fuera lo más interesante que escuchará en su vida. Tiene que ser una superheroína de esas que sólo existen en las películas o en las historietas porque cuando mira por sobre los anteojos al profesor y asiente con la cabeza, delata una inteligencia sobrenatural, porque, convengamos, nadie puede entender realmente de qué van las políticas públicas de medios de este país. Ella entiende lo que el profesor dice cuando cita el inciso b del artículo 25 del Decreto 548/01 que ratifica el principio (o era el final, no me acuerdo) de Servicio Universal de la prestación de la licencia… bla, bla, bla. Si la materia tiene examen final obligatorio, nadie presta atención. Pero Eva sí, Eva es distinta. Anota unos jeroglíficos raros a toda velocidad en su cuaderno como si fuera un código secreto porque quizás Eva es una agente encubierta de la SIDE o del COMFER o del RENAR o de EDESUR, no sé, pero les juro que anota en un código secreto. Eva durante la clase asiente con la cabeza, se saca los lentes y muerde una de las patillas, como si hubiera algo de la sarta de pavadas que dice el profesor que tuviera algún sentido escondido. Eva además de ser superheroína, e insisto y recalco que lo es, es profesora del secundario. Para despistar, estoy segura. Cuando estamos en fecha de exámenes parciales Eva estudia para el parcial, corrige los exámenes de no sé cuántos chicos de no sé cuántos colegios en los que da clases y no descuida su hogar porque además, Eva está felizmente casada. Para despistar, estoy segura. Y además de todo lo mencionado: de las clases, de los exámenes, de las correcciones, de los maridos y de los ocultamientos, Eva ¡se saca un ocho en el parcial! Nadie, repito, nadie en su sano juicio haría una carrera de seis años y trabajaría además tiempo completo con adolescentes a los que sólo les preocupa tener el flequillo bien lacio tapándoles un ojo. La verdad es que lo cuento acá porque en la facultad nadie me va a creer, van a decir que estoy drogada. Estoy segura de que Eva Spector es una superheroína que tiene una misión secreta en la facultad, como conseguir estufas o matafuegos o jabón real en las jaboneras de los baños. No, no, es una broma, debe tener algo más importante que hacer entre nosotros. No sé bien qué es, pero les juro que lo voy a averiguar.

El hombre que tenía por nombre una letra

Ezequiel tiene un problema tremendo: su nombre, cuando la gente decide abreviarlo, es igual que una letra: la letra “S”. Entonces el diariero le grita sin falta cuando lo ve salir cada domingo a comprar al supermercado: “che, S, se te olvidó pasar a buscar la revista”; la mamá le reclama casi siempre muy enojada por teléfono: “Nunca llamás, S, siempre te tengo que llamar yo”, la chica que lo encuentra divino pero que es demasiado feminista para dejarle pasar alguna le reprocha “S, no seas condescendiente” (reclamo que Ezequiel no entiende porque él no quiere tener condescendencia con ella, sólo quiere tener sexo con ella, feminista o no, sexo, sí, sexo con “S” y ya que estamos aclarando, el único sexo que se le ocurre tener a Ezequiel es con mayúsculas, SEXO, digamos). Pero Eze, a quien para hacerlo más resumido y fácil voy a llamar a partir de ahora y sumándome a la mayoría (perdón, Eze) simplemente S, no sólo tiene problemas. De ninguna manera. S. también tiene sus particularidades que lo hacen infinitamente más emocionante que una simple letra del alfabeto. S. es delgado y blanco, con una de esas blancuras que hoy se asocian a la limpieza de las remeras de las publicidades pero que en las personas deben combatirse decididamente con camas solares que no sólo te dejan un cáncer de piel divino sino que además te dejan un color sospechosamente parecido a una feta de jamón crudo. S. además cuenta con unos ojos profundos y unas cejas tupidas y negras, que sumadas al mismo tiempo y en mirada sostenida hacen que uno se ponga inquieto y divertido al mismo tiempo. Más allá de lo físico (no va a ser fácil, pero lo voy a intentar, lo prometo, S.) S. tiene unas culturas pequeñitas y fascinantes que ya casi nadie tiene y que paso a describir. S. fuma en pipa. Para S. es un ritual magnífico, como lo son por lo general las cosas antiguas; como lo son los muebles anticuados, los libros envejecidos, los vinos añejados, las cartas escritas a mano. S. tiene también otro ritual no muy bien comprendido ni respetado por la mayoría y a veces hasta temido: S. se permite hacer silencio, que no es igual que guardar silencio, no, S. no guarda el silencio en ningún sitio; no lo conserva en cajones, ni lo esconde en los bolsillos, ni lo resguarda en un banco. Tampoco lo justifica de manera alguna.  A S. no le interesa forzar al silencio a ser algo que no es, como discurso, por ejemplo. Y la cuestión es que S. es capaz de callarse sin sentir culpa ni indiferencia; S. sabe que el que calla no otorga nada; ni la razón, ni el sentido, ni la discusión. S. tiene bien claro que el silencio es eso: silencio, y que el que sabe no decir nada un rato, sólo hace silencio y sanseacabó. Y la gente en su mayoría (que es la peor clase de gente que uno puede encontrar, la que está en mayoría) le tiene miedo a tan curioso ritual; la gente se siente incómoda, inadecuada, amputada, amenazada, avergonzada, ante el silencio que S. es capaz de producir. Pero no sólo el silencio, a S. también le gustan las palabras y vaya si le gustan. S. escribe historias de amor pero sobre todo de erotismo, aunque para ser honestos, amor y erotismo son casi siempre la misma cosa. S. garabatea y exhibe amantes sin vergüenza en cuentos encendidos porque S. (que a esta altura todos convenimos que es bastante audaz y singular) no tiene miedo de escribir sobre y a través del erotismo, no lo atemoriza el regodearse en él, el recrearlo, el salirle al encuentro y abrazarlo y ofrecerlo en cada capítulo terminado. Pero, a mi entender, la más hermosa y curiosa de las tradiciones que detenta S. es que su capacidad creativa no sólo le permite inventar silencios (y para inventar silencios hay que ser creativo) y erotismos que ponen colorado a cualquiera, sino que S. además hace aparecer palabras de la nada. S. improvisa palabras de manera insurrecta, revoltosa, descarada, es un provocador que haría rasgarse las vestiduras al más idiota de los fundamentalistas de la ortografía, esos que son capaces de inmolarse ante una frase gramaticalmente mal armada. S. provoca con las siguientes elucubraciones: cuando quiere decir “obviamente”, prefiere soltar un “masvalemente” o “talcualmente”; cuando quiere expresar “te espero, andá, yo sigo acá” (o algo casi casi así, perdón, S., si te traduje mal) prefiere un “aguardando espero”, o cuando intenta describir a alguien con elegancia o fineza, elige decir que esa persona tiene “finatitud”. En definitiva y para ir cerrando este retrato sobre un hombre y su personalidad que excede ampliamente todas las letras del alfabeto, S. es provocador por momentos, tradicional cuando quiere, silencioso a veces, pero también discordante y es que ¡ah!, casi me olvido, S. es uno de esos hombres contradictorios que creen que si bien besar en público “no es correcto” (y lo dice alzando la mano como si apartase a alguien que quiere besarlo, abrazarlo o hacerle algo peor, como amarlo), la sensualidad  sí es más que correcta y pública. Para S. el beso es íntimo, la sensual osadía es pública. Y un hombre que tiene tantas singularidades que van y vienen y a veces distraen y confunden y se enciman y se contradicen, estoy convencida de que siempre y fielmente hasta la muerte, hay que aceptar /escuchar/leer/no-besar-en-público. Al final de cuentas hay que mirarlo fijamente y escucharlo tal y como es porque alguien que se anima a tener rituales, que hace silencio cuando le viene en gana, que se relame ante las historias que se asoman al sexo sin pudor y que inventa su propio decir, merece toda la atención que le podamos dedicar, me parece. Digo, humildemente (pero no sin absoluta convicción).

Y un día junté mis cosas y me fui, nomás

Uno de esos días en los que pareciera que no pasa nada pero pasa todo, tanto pasa que mi noviazgo ¡zas! se terminó y se sumaron los días: uno, dos, tres, y así y casi sin darme cuenta una tarde cuando estaba a punto de comprarme una remera con la leyenda “Soy Sola”, me dije a mí misma: “misma, no hiciste ningún balance”. ¿Balance?, ¿Qué balance? Porque uno hace balances cuando lo cita la AFIP, ¿no? Y como yo no tengo un centavo no creo haber hecho nunca un balance de nada (y siempre critiqué a los que balancean en Navidad y Año Nuevo, como si comer hasta reventar y llorar borracho después fuera balanceador). No obstante mi pasado crítico con los balances me levanté el lunes temprano, fui a la Oficina de Balances (ODB) y saqué número. Después de esperar y esperar y, ah, sí, seguir esperando, con la gente de la fila quejándose y resoplando y una señora muy molesta diciendo: “Pero qué terrible la burocracia, Marta, esto antes no pasaba, sólo con este gobierno y bla bla bla” (los bla bla bla los agregué yo, ya no la escuchaba a la señora, pobre, pero era insufrible). Cuando el empleado al final gritó mi nombre di un salto y casi trotando como un caballo me acerqué y le dije: “Hola, ¿Qué tal?, yo en realidad no sé…”, “¿Cuánto tiempo?”, me devolvió rápidamente sin dejar de mirar su monitor. “¿Cuánto tiempo qué?”, le respondí. “¿Cuánto tiempo de relación?”, me ladró sin paciencia y siempre mirando hacia adelante. “Eh… tres años”, le murmuré y él siguió a toda velocidad con su cara de abulia y sin mirarme ni un poquito, tipeando sin cesar con la vista que iba y venía por el monitor como buscando algo muy importante que se le hubiera perdido, como las llaves o la billetera o la dignidad. “Deudas, muchas deudas, un tostador de 1992, un secador de pelo violeta y “Fahrenheit 451”, el libro, eh, no la película”, me enumeró como las poquitas y chiquitas cosas que me quedaban de la relación. Traté de asomarme para ver en la pantalla el abismo que me estaba describiendo y le solté un: “No, fíjese bien, tiene que haber algo más”, “Sí”, dijo, “la “Colección Inmaculada” de Madonna y un rechazo crónico a la convivencia”. “¿El gato no?”, le pregunté casi al borde de las lágrimas, “mire, a él ni siquiera le gustaba la idea de tener mascota y se terminó encariñando más que yo, se llama Ronin, como el personaje de Robert De Niro en la película…” no terminé de decir la frase cuando me detuvo con su mirada fulminante, me miraba sin pestañar, sin piedad alguna, como quien mira un insecto. “Esta es la Oficina De Balances, no de reclamos, el gato se queda” sentenció el muy burócrata (y “burócrata” lo uso como un insulto, creo que el peor que se me ocurre) y antes que pudiera contestarle, me gritó ensordecedoramente en la cara: “¡Siguiente!”. Me arrastré lentamente hasta la vereda, con la entereza que me quedaba que no era mucha, me enredé en el cuello mi bufanda azul, la que mi ex me regaló y encaré para el local de remeras.

Insomne

D. sale a caminar cada noche puntualmente (y es la única puntualidad que respeta, las demás las rechaza todas) cuando su horrible esposa se va a dormir, o a roncar como un animal en celo, lo que para su caso son la misma cosa. D. Camina en verano, en invierno, bajo un diluvio, en medio de la niebla, le gusta caminar de noche, él es uno de esos animales nocturnos. No es lo único que le gusta hacer de noche a D., también le agrada reavivar su intercambio epistolar hasta altas horas de la madrugada con algún miembro de la universidad en la que trabaja (A D. le asombra cuán estimulante puede resultar debatir sobre el uso apropiado del término “agarrar”). D. es una clase de profesor que no se cree parte de la secta de profetas que están en la tierra para salvar a los alumnos de su ignorancia, más bien cree que hay que salvar a esos profesores que se creen profetas de su soberbia y su neurosis. D. es más bien el tipo de profesor que puede debatir apasionadamente del marxismo de día y arreglar el calefón de noche. Pero definitivamente lo que más disfruta hacer D. de noche es caminar, y uno de las razones es que es la forma más placentera y efectiva de alejarse de su espantosa mujer. Camina bajo la luna, D., aunque desconfíe de ella; es un agnóstico lunar, y la cuestión es que D. no cree que realmente haya una luna allá fuera en el cielo (con las consecuencias que esto trae aparejado: D. tampoco cree en los eclipses, los cráteres, Neil Asmstrong o la NASA), pero como no se necesita creer en algo para caminar debajo, él camina debajo de la luna sin importarle. D. es desconfiado en general y con las mujeres en particular, quizás esa desconfianza tiene que ver con que siente, inconscientemente, que la luna es una mujer. D. piensa que las mujeres son manipuladoras e irritantes de día, roncadoras e irritantes de noche, quizás por eso D. sea un caminante nocturno, porque de noche no se ven muchas mujeres, sólo unas muy pocas que se portan muy mal. Y D. se aleja con paso firme de las mujeres a las que les gusta portarse así, piensa que bastante tiene con su esposa que se porta insoportablemente bien y es insoportable de todas maneras. Otro de los motivos que D. tiene para caminar de noche (y D. cree que siempre hay un motivo para todo, tal es su desconfianza) es que D. es insomne. D. evita decirle a la gente la palabra “insomne” sin prepararla antes, por eso recita siempre un preámbulo antes de soltar semejante palabra, su preámbulo dice algo así como: “no puedo dormir de noche, me cuesta…” y entonces dice su palabra. D. necesita tomar medidas antes de soltarle su palabra a la gente porque después de muchos años de frustraciones sin sentido, entendió que las personas casi siempre necesitan una introducción o una traducción. D. sabe entonces muy bien que cuando dice a quemarropa la palabra “insomne” las personas o bien a) se asustan como si hubiera dicho “psicótico”, “sifílico” o “corrupto”, b) no entienden y se quedan con la boca abierta intentando un “ah”, “sí, sí”, “oh” y toda clase de onomatopeyas estúpidas, o c) dicen “¿qué?”, es decir, solicitan explícitamente subtítulos. Y D. es bueno pero impaciente, no tiene tiempo ni entereza para esperar por cuál de las tres opciones las personas se deciden, entonces tiene siempre listo su preámbulo “no puedo dormir de noche, etcétera”. D. además sale a caminar nocturnamente por otra poderosa razón: es curioso. Es uno de esos hombres que no temen ensuciarse, cortarse o quemarse si ese es el precio a pagar por indagar en las cosas y los motivos de las personas. D. no es como su estúpida esposa que odia a la gente que se ensucia porque para ella son, bueno, gente sucia. D. es curioso con una curiosidad que necesita abarcarlo todo, sonsacarlo todo, verlo todo; la misma curiosidad de los niños que preguntan compulsivamente los por qué del mundo. Y D. ama caminar de noche porque la noche contiene muchas curiosidades y representa un lugar (y no un “momento” o un “tiempo”) donde cierta gente extraña se muestra de forma abierta, sin necesidad de encajar o fingir. Esto debe tener que ver con que la gente que se dedica a encajar y a fingir tiempo completo por lo general se dedica a dormir de noche, como su esposa. La noche para D. es tan fascinante como el motor desarmado de un auto o el cuerpo de una mujer desnuda. A D. le gustan las mujeres desnudas, son las únicas mujeres que D. considera no merecen su desconfianza porque para él una mujer desnuda es una mujer sin dobleces. No como su esposa, que se acuesta cada noche más vestida que cuando va al supermercado o al banco y que le pide que mire para otro lado cuando se cambia delante. Su esposa se pone nerviosa cuando D. la mira, le dice que tiene una forma obscena de mirarla y eso le desagrada sobremanera (quizás porque su esposa cree que la obscenidad es algún tipo de suciedad). D. ya no recuerda con exactitud cómo fue que en algún momento casarse con semejante espécimen parecía una buena idea, pero ya no le importa porque como se dice a sí mismo en voz alta mientras se afeita la barba que su esposa detesta: “el daño ya está hecho”. No obstante lo ya mencionado, lo más notable es que aunque los tiene, D. no necesita motivos para caminar de noche o como le gusta decir, camina de noche porque puede. Está claro que para D., caminar no tiene nada que ver con explicar motivos ni justificar, con hombres en la luna, ni con la luna misma (real o inventada), ni con dobleces, onomatopeyas, o traducciones. Sólo se trata de desplazarse hacia delante.  

Amalia

Amalia es horrible. Puedo explicarlo:
Amalia odia la política, para ella la política es sucia y ella odia cualquier tipo de suciedad, no importa si está sobre los muebles o sobre las personas en la política. Por eso a ella tampoco le gustan las manos llenas de tiza de su encantador esposo, no soporta que intente tocarla con esas manos manchadas cuando vuelve de dar clases. A Amalia no le importa que las manos de su encantador esposo profesor sean lindas y encantadoras y quieran acariciarla, sólo le importan las manchas indeseables de tiza. Amalia disfruta alardear con sus amigas sobre su esposo “profesor”, pero no le gusta lidiar con las consecuencias antihigiénicas de tan prestigiosa profesión, como la suciedad de tiza en las manos. Amalia odia las barbas, porque cree que son de hippies, y lo contrario a un hippie para Amalia es alguien a quien le gusta la limpieza, como ella. Entonces cuando su encantador esposo no se afeita un día o dos, Amalia se niega a besarlo e inventa toda clase de excusas insólitas; como que le pica, le duele o le da alergia. Pero tanto su esposo barbudamente encantador como ella saben que eso no es cierto, que Amalia odia secretamente la barba de su esposo porque el hippismo no es bienvenido en su hogar libre de cualquier espontaneidad insalubre. Amalia es una rubia ficticia de pechos grandes que cree que es lo único que realmente necesita ser, pobre Amalia. Porque para ella una ecuación que contenga los elementos “rubia” (ficticia o no) y “pechos grandes” es infalible, qué hombre no querría estar en esa ecuación (ese razonamiento debe tener que ver con que Amalia es rubia). Amalia intenta matar de aburrimiento a su esposo todos los días; cuando abre la boca para opinar sobre alguna trivialidad, como qué caluroso o frío o húmedo o caro es el mundo, cuando tienen sexo, ese sexo distraído, monocorde, casi accidental; cuando le cuenta cómo le fue en el día en general y en el trabajo en particular. Amalia ronca cuando duerme, ese es el principal motivo del insomnio de su esposo, motivo que él es incapaz de mencionarle porque sabe que ella lo tomaría a mal y le diría que él es “malo”. Y a su esposo no le gusta que ella, la pobre Amalia, le diga “malo”, no porque esté convencido de que solo alguien con un lenguaje limitado diría eso, sino porque él está convencido de no ser “malo” con ella. Amalia dormida ronca con un gruñido profundo, brutal y absurdo a la vez, como el sonido de un jabalí tosiendo. A su esposo que tiene muy buen oído ese sonido grave le resulta insoportable, pero como es encantador y lo opuesto a “malo”, no quiere molestarla mencionando sus ronquidos y además no cree que pueda remediar ese problema hablando con la pobre Amalia que no puede evitar ser tan horrorosa. Amalia cree firmemente que la justicia está ligada al resultado de su pelo después de ir a la peluquería y cuando se siente víctima de la impericia de un estilista (no dice “peluquero” porque suena poco elegante) se enoja mucho e insulta, amenaza, llora, menciona la injusticia del mundo, se desmorona. No obstante, el más bajo de los defectos de Amalia es este: Amalia llora en público. Y el peor de los horrores, la más indigna de las afrentas consiste en que Amalia no se esconde cuando lo hace, no siente pudor alguno. Despliega su chantaje emocional sin tapujos, sin taparse la cara con las manos ni bajar la cabeza un segundo. Amalia disfruta siendo la protagonista manipuladora de tan tremendo unipersonal y cuando llora intensamente, ya sea porque la injusticia le llegó en forma de un corte o color de pelo no deseado, ya sea porque su esposo le parece lo opuesto a “bueno”, a Amalia vuelve a surgirle ese ronquido grosero, tosco, animal, como si fuera posible agravar más su monstruosidad. 

Val, el nieto de Senetiner y yo

La desesperación puede llevarnos a hacer cosas arriesgadas, irresponsables, heroicas. Estábamos Val, un buen vino y yo enjaulados en su departamento monoambiental de Recoleta, una noche de intercambio amistoso y bostezos de gato (de su gato Bill, para ser más exacta). Val preparaba unos fideos muy prometedores mientras yo pellizcaba unas aceitunas verdes con unos escarbadientes y bajaba al gato todo el tiempo de arriba de la mesa, retándolo con el dedo índice en alto, pero de nada valía el esfuerzo; al minuto estaba subido de nuevo, tal es su enamoramiento por las aceitunas. Cuando vino el momento crucial de abrir el malbec que yo muy minuciosamente había elegido en el supermercado coreano junto con el postre (aunque del postre nadie habla, después de todo, como se adivinará a esta altura, el protagonista es el vino), el sacacorchos de Val, comprado por la módica suma de no-me-acuerdo-cuánto-pero-por-su-desempeño-no-habría-sido-mucho, se negaba a las claras a abrir la botella. Pero no, no podía ser, no nos iba a vencer un pedacito de madera degradada. Lo intenté yo primero, y el corcho no se movió ni un tanto. Lo intentó Val, de nuevo sin éxito, y así estuvimos un rato largo, entre suspiros de fracaso y cansancio e insultos al corcho-este-que-no-se-mueve-y-la-recalcada. Yo la miraba a Val, Val miraba me miraba a mí, yo lo miraba a Bill, como si sus bigotes de gato casi montés pudieran ayudar a mover el maldito corcho que nos separaba del adorable, pelirrojo, nieto de Senetiner. Cuando los fideos estuvieron listos y era innegable la necesidad de un hombre fuerte y diestro que nos socorriera con el terrible drama de la botella, Val apagó el fuego y ella, el vino y yo bajamos los ocho pisos del edificio, porque, oh, sorpresa, el ascensor bendito no andaba. No encontramos al encargado, después de todo era domingo y como a beodas no nos gana nadie, caminamos, así, como si tal cosa, botella en mano, hasta la pizzería de enfrente. Pero como el destino es muy simpático, nosotras, que buscábamos un corpulento hombre-sacacorchos, encontramos una solución muy femenina y muy rubia en la barra de la pizzería. Sí, mientras los hombres a los que les pedimos asistencia nos miraban como si hubiéramos preguntado cuál es la capital de Pakistán, la blonda y engañosamente delicada empleada destapó la botella sin mucho esfuerzo y con mucha destreza. Le dimos las gracias a la rubia y nos retiramos sonrientes y lanzando miradas como relámpagos de reproche a los muchachos que de seguro no saben cuál es la capital de Pakistán. Subimos los terribles ocho pisos al departamento pero no nos importó, estábamos contentas con un pelirrojo de más y unos cuántos prejuicios menos.

Zapato blanco, zapato rojo

Una amiga hermosa, de esas que caminan por la calle como si tal cosa sin darse cuenta el revuelo que arman con sólo pasar, tuvo un día un altercado matinal. Es que resulta que mi amiga que es hermosa pero bastante distraída (que no son cosas excluyentes pero algún defecto tenía que tener para compensar ¿verdad?) salió un día de su casa un tanto polémica. Se levantó como todos los días esa mañana para ir a trabajar, se duchó, se cambió, peinó su flequillo con su diminuto peine (a mi amiga los peines diminutos le vienen al pelo, valga la redundancia, porque sus carteritas son bien chiquitas y delicadas como ella) y cuando llegó el momento crucial de elegir los zapatos, pensó: "Mejor los blancos, me hacen más elegante", "Mmm... No, mejor los rojos, me hacen más llamativa", dudó. Dudó y siguió dudando un rato y realmente lo intentó; los miró, se los probó, una, dos, tres veces, se miró en el espejo y de vuelta todo a empezar hasta que se dio cuenta de que no podía decidir cuáles le convenían más. Los blancos eran más elegantes, la hacían verse más esbelta, los rojos eran más atrevidos, la hacían verse más sensual. Y como no quería llegar tarde al trabajo y explicar el por qué  del drama de los zapatos que de todas formas nadie iba a  creerle, pero sobre todas las cosas, ambos pares le calzaban tan bien tuvo la loca idea de salir de su casa sin decidir. ¿Quién dice que hay que decidirlo todo?, ¿Por qué tomar una decisión tan vital a tan infrahumanas horas de la mañana? Mi valiente amiga caminó valientemente por la avenida con un zapato de cada color y con el otro de cada par en la cartera. Como ambos zapatos eran de la misma altura estaba cómoda, divina, aunque un tanto confundida todavía. La gente volteaba para mirarla, pero era tan linda que se olvidaban rápidamente del asunto de los zapatos y terminaban por admirar su rubio cabello. Se frenaba en cada esquina a contemplarse el flequillo y los zapatos, y seguía sin decidirse todavía. "No puedo llegar al trabajo con un zapato de cada color",  pensó prudentemente. Entonces, cuando subió al colectivo y pudo sentarse, cerró los ojos y se sacó el blanco. Lo puso en la cartera con el otro de su par y se calzó el rojo que le faltaba en el pie. Miró inocentemente arriba, se encogió de hombros y pensó: "A la vuelta me pongo los blancos".