David Foster Wallace fue un líder indiscutido de la nueva literatura americana. Y digo fue, porque se ahorcó en septiembre del 2008 y digo americano y no moderno -o el inquietante costumbrista, palabra de moda si las hay aunque nadie sepa bien qué carancho quiere decir sin tartamudear- porque Wallace escribía, sobre todas las cosas y ante todo, acerca de los americanos. En su libro “Hablemos de langostas” que consiste en una serie de sus mejores artículos publicados en diversas revistas pero sobre todo en la Rolling Stone, Wallace reseña con una increíble eficiencia y una magnifica complejidad por ejemplo, los premios anuales de la industria porno de Los Ángeles con sus estrellas de brillantina: improbable, bizarra, interesante. Wallace también es capaz en su libro de profundizar de manera disparatada y sarcástica sobre el uso decoroso o permitido de las contracciones, las preposiciones y demás reglas gramaticales del habla inglesa y la consecuente lucha casi armada entre lingüistas normativistas y descriptivistas en torno a ciertas modificaciones en el lenguaje. Wallace puede, también, con su particular manera de describir y documentar, darnos todos los detalles del excéntrico y vistoso festival anual sagrado de la langosta de la ciudad de Maine. Su libro es maravilloso, es exquisito, debiera ser una biblia para los que quieran dedicarse al periodismo y quieran saber, empaparse, ensuciarse para conseguir la difícil tarea de escribir bien una crónica o un ensayo; para aquellos que se resisten a caer en la desgracia de repetir fórmulas de diarios mal escritos que mejor ni mencionar. Wallace con su libro demostró sobradamente (aunque su interés no estaba puesto en demostrar nada, le bastaba con hacer su trabajo: escribir) las múltiples entradas que algo bien escrito puede abrirle al lector; el suyo es un libro de miradas, de sonrisas, de verdades relativas. En mi capítulo favorito, llamado Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he molestado bastante consigue explicar los frustrantes debates en los que se ve enredado (a veces involuntariamente) con sus alumnos universitarios estudiantes de literatura; trata de dar cuenta de lo difícil que es para un alumno que espera que el profesor le vomite fórmulas, entender un humor visceral, irónico, paródico como el de Kafka. Trata de dar cuenta de que la crítica mordaz no se puede aprehender, agarrar, como si fuera un lápiz o un diccionario. Este tipo de humor es el que le acarrea tantos problemas a sus estudiantes de literatura inglesa, tan impermeables a la retórica, tan racionalistas, tan… tercamente americanos. Y así lo resume muy bien Wallace al final del capitulo: “Es difícil de explicar en palabras cuando uno está frente a la pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no “capten” a Kafka. Se les puede pedir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación total por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre… y se abre hacia fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das ist komisch (Eso es cómico)”.
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