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sábado, 22 de octubre de 2011

Horas puente: en lo límites del desenfreno

El narrador y ensayista uruguayo Ercole Lissardi nos tiene bastante acostumbrados a la polémica y sensualidad de sus novelas o cuentos. Lissardi se adentró en los laberintos de la literatura erótica y abrió su obra literaria con sus relatos “Calientes” (1995), siguió con su “trilogía de la infidelidad” y luego con el “díptico fálico” y supo hacerse célebre por lo preciso y honesto de su prosa. También por la transgresión a la hora de entrecruzar géneros. El libro “Horas-puente” es el segundo de su “trilogía de la infidelidad”, fue escrito en 2007 y es el más romántico de la trilogía. A diferencia de su predecesor, “Los secretos de Romina Lucas” (2007), que zigzaguea entre lo erótico y lo policial y del que le siguió, “Ulisa” (2008), donde Lissardi se permitió jugar con el realismo mágico y lo onírico, en “Horas-puente” existe una marcada inclinación hacia la literatura romántica. La novela narra la historia de dos profesores de secundario, Irina y Andrés, cuyas vidas se desarrollan en forma paralela pero que terminan cruzándose y enredándose gracias al sexo. Lissardi sabe muy bien cómo construir una narración especular que define a los personajes opuestos y que en el devenir del relato encuentran su reflejo en el deseo del otro. El deseo es el tema que le interesa abordar a Lissardi y lo hace de manera honesta y decidida porque tiene bien claro que la notoria hipocresía desautoriza. El deseo, eso que está en los límites de lo cultural y lo animal, es lo que define y muestra los pliegues confusos de los personajes y sus biografías. La ansiedad, la infidelidad, la soledad, son algunos de los temas secundarios de su libro que, sin soltarle nunca la mano al humor socarrón que atraviesa toda la obra de Lissardi, pone en el centro de la escena un entramado de infidelidades y secretos bien (o mal) escondidos. La novela también juega con la muerte y la traición y termina acorralando al lector que es impulsado a preguntarse “¿Y si…?”. Al autor le gusta caminar en la cornisa, su literatura es muy romántica para ser totalmente erótica, muy erótica para ser romántica, es un constante ir y venir entre los límites de los géneros. El lenguaje es duro, explícito, ahí radica la originalidad de este autor que fue acusado más de una vez de fingir romanticismo donde solo habría pornografía. Es que Lissardi pareciera convencido de que no sólo es posible el erotismo a través de un romanticismo que lo justifique y más aún, pareciera creer que sólo es posible crear paraísos sexuales creíbles a través de la crudeza de lo discursivo. Y sus personajes, esas criaturas que son una y otra vez atravesadas por lo libidinal, no obstante, no son ni buenos ni malos, ni santos ni pecadores. En el universo de Lissardi no existe lugar para la prostituta ni el desgraciado, sólo lo habitan personas que tratan de vérselas con lo visceral de sus impulsos y que como los lectores de su obra tratan de caminar derecho en medio de un vendaval que todo lo vuela. Personajes que sobre todas las cosas (y eso es lo que importa) intentarán con todas sus fuerzas rascarse justo ahí donde les pica.

Hablemos de Wallace

David Foster Wallace fue un líder indiscutido de la nueva literatura americana. Y digo fue, porque se ahorcó en septiembre del 2008 y digo americano y no moderno -o el inquietante costumbrista, palabra de moda si las hay aunque nadie sepa bien qué carancho quiere decir sin tartamudear- porque Wallace escribía, sobre todas las cosas y ante todo, acerca de los americanos. En su libro “Hablemos de langostas” que consiste en una serie de sus mejores artículos publicados en diversas revistas pero sobre todo en la Rolling Stone, Wallace reseña con una increíble eficiencia y una magnifica complejidad por ejemplo, los premios anuales de la industria porno de Los Ángeles con sus estrellas de brillantina: improbable, bizarra, interesante. Wallace también es capaz en su libro de profundizar de manera disparatada y sarcástica sobre el uso decoroso o permitido de las contracciones, las preposiciones y demás reglas gramaticales del habla inglesa y la consecuente lucha casi armada entre lingüistas normativistas y descriptivistas en torno a ciertas modificaciones en el lenguaje. Wallace puede, también, con su particular manera de describir y documentar, darnos todos los detalles del excéntrico y vistoso festival anual sagrado de la langosta de la ciudad de Maine. Su libro es maravilloso, es exquisito, debiera ser una biblia para los que quieran dedicarse al periodismo y quieran saber, empaparse, ensuciarse para conseguir la difícil tarea de escribir bien una crónica o un ensayo; para aquellos que se resisten a caer en la desgracia de repetir fórmulas de diarios mal escritos que mejor ni mencionar. Wallace con su libro demostró sobradamente (aunque su interés no estaba puesto en demostrar nada, le bastaba con hacer su trabajo: escribir) las múltiples entradas que algo bien escrito puede abrirle al lector; el suyo es un libro de miradas, de sonrisas, de verdades relativas. En mi capítulo favorito, llamado Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he molestado bastante consigue explicar los frustrantes debates en los que se ve enredado (a veces involuntariamente) con sus alumnos universitarios estudiantes de literatura; trata de dar cuenta de lo difícil que es para un alumno que espera que el profesor le vomite fórmulas, entender un humor visceral, irónico, paródico como el de Kafka. Trata de dar cuenta de que la crítica mordaz no se puede aprehender, agarrar, como si fuera un lápiz o un diccionario. Este tipo de humor es el que le acarrea tantos problemas a sus estudiantes de literatura inglesa, tan impermeables a la retórica, tan racionalistas, tan… tercamente americanos. Y así lo resume muy bien Wallace al final del capitulo: “Es difícil de explicar en palabras cuando uno está frente a la pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no “capten” a Kafka. Se les puede pedir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación total por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre… y se abre hacia fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das ist komisch (Eso es cómico)”.