Va y viene y vuelve a irse
y vuelve a volver a picar a alguien con su vara infernal.
Se mira el suelo, cuando habla,
todos mirando alfombras.
Shelby trata de ser amable,
no le sale muy bien,
sí le sale bastante bien gruñir y chillar por teléfono y en vivo y
en la cara de la gente que se queda pálida.
Sí le sale muy bien revolotear buscando a quién gritarle.
Se tiñe el pelo, Shelby, de un color más cálido que su manera de mirar.
Pero nadie ve su pelo, todos ven sus ojitos rasgados y miran abajo
y tartamudean,
seguros de que les pudiera arrancar la nariz de un mordisco.
No tiene la risa, Shelby, como la de otros coreanos,
como Edy,
no tiene ese asalto divertido, infantil.
Tiene más bien, por risa,
el chirrido de una puerta mal aceitada,
como el crujir del las ruedas del subte cuando toma una curva.
Demasiado alto para ser divertido
Demasiado horroroso para contagiar.
Ojalá alguien le de el tratamiento que todos creemos necesita,
pobre Shelby.
Nos miramos siempre con Marcela preguntándonos sin decírnoslo
“¿Y ahora qué tiene, esta loca?”
Ojalá alguien la arrastre al agujero negro del que salió
y deje de retorcerse y mortificarnos.
Ojalá alguien la case y se la lleve a Corea
a tomar té de jengibre en su living,
sola, a media luz, mirando la tele
y sin nadie a quién corroer.